Por Fernando Parra
Como yo también estuve, yo también aporto lo mío sobre la visita del Viejo Bob.
Primero, una anécdota: Bob Dylan llega a Ezeiza, es su segunda visita a la Argentina, año 1998. Su misión: ser soporte de los Rolling Stones. Algo particular si tenemos en cuenta las décadas de recelos e injurias contra la banda británica. En el aeropuerto no lo espera nadie dado un error por parte de los empresarios bananeros que organizan los conciertos. ¿Qué hace Dylan? Simple: se toma un taxi, un Peugeot 504 (digamos) y se va al hotel. Porque así es él.
Buenos Aires, marzo de 2008. Esta vez no hay noticias sobre desembarcos inoperantes, pero Dylan sigue siendo el mismo en el escenario. Y qué importa si canta ¿mal?, si casi no mira al público, si no dice hola ni chau ni gracias, si casi no levanta los brazos, si no deja que la audiencia cante sola algunos estribillos clásicos, si no se pone la camiseta de la Selección ni le dedica una canción a Maradona. Qué importa si Dylan no hace ninguna de esas cosas que con tanta pasión espera el argentino promedio asistente a recitales sediento de estrellas internacionales habitualmente demagogas y complacientes. No importa nada más que su rotunda presencia, su elegancia, su voz rota, sus gestos de concentración, sus oídos estrictamente sujetos al sonido que emana de su impecable banda, esa vanidad que lo enaltece cuando deforma sus propias canciones porque son grandiosas y son suyas. Importa Dylan, y punto.
No hay parafernalia estridente, a no ser por una buena iluminación y la voz en off de un presentador al inicio. La parafernalia es Dylan y su banda. Sin preludios, arranca con Rainy Day Women, y la gente que no entiende muy bien qué está pasando. Sin pausas, como sucederá a lo largo de todo el recital, literalmente, procede con un golpe a los sentidos: Lay, Lady, Lay, en una versión que difiere en casi todo a su original, y que el cantante balbucea pero tampoco es esto lo importante. Ya está claro, a esta altura, que Dylan merece otro nivel de análisis, muchísimo más amplio que aquello incluido a la típica reseña periodística. Esa es mi dificultad, en este momento, mientras escribo.
Para la cuarta canción, Dylan suelta la guitarra y se para frente a los teclados, donde va a quedarse hasta el final. Es el único cambio escénico, y es casi imperceptible. Masters Of War suena desde el horror antibélico, desde un abismo negro donde algunas canciones siguen siendo las mismas porque hablan de aquello que nos sigue matando. Más tarde, Things Have Changed suena diferente a cuando ganó el Oscar como banda sonora por Wonder Boys pero galopa al ritmo de significaciones profundas, y temibles: Dylan nos cuenta que ya no tiene rabia, que ya no le importa nada de nada y que las cosas han cambiado irremediablemente. Esto es tan pero tan cierto.
Prolija y sutil, aunque con Dylan recitando porque en efecto ya casi no canta, viene a erizarnos la piel Just Like A Woman y se forma un ambiente de amaneceres antiguos y un pasado con aroma a cuerpo de mujer. Suena Honest With Me, más reciente, y por eso perfecta en su interpretación: dan ganas de fumarse un cigarrillo al borde de un acantilado y pensar en los viejos amores y en los años perdidos.
Pasan los minutos, se acerca el epílogo de dos horas sin respiro, y el cierre es un grito de guerra: Like A Rolling Stone. Grito, en lo literal, porque Dylan grita las estrofas, las llora, y porque estamos hablando de un himno (perdón por el lugar común) de toda una filosofía que no podría entrar en esta nota. Dylan viene a mostrarnos (al fin) la cara, y ahí están sus ojos tímidos y su sonrisa de niño introvertido, y parece que el viejo no sabe siquiera cómo reaccionar a los aplausos y exclamaciones argentas. Pero hay bises: los primeros acordes de All Along The Watchtower surgen de la nada con su contudencia de siempre, y se va la noche con una irreconocible Blowin´ In The Wind.
Quedaron fuera To Make You Feel My Love, promesa promocional de gacetilla, Knocking On Heaven´s Door, para elevar encendedores en el aire de Liniers, y la existencialista Not Dark Yet, un hit personal. Y Dylan desaparece sin hablar (a excepción de una escueta presentación que hace de su banda) y me termino de dar cuenta lo que me había estado pasando, esa sensación que no me entraba en el cuerpo: habíamos estado todo el tiempo en un bar, de paredes inciertas y al aire libre. Un bar, una noche, y Dylan haciendo covers de Dylan.
Primero, una anécdota: Bob Dylan llega a Ezeiza, es su segunda visita a la Argentina, año 1998. Su misión: ser soporte de los Rolling Stones. Algo particular si tenemos en cuenta las décadas de recelos e injurias contra la banda británica. En el aeropuerto no lo espera nadie dado un error por parte de los empresarios bananeros que organizan los conciertos. ¿Qué hace Dylan? Simple: se toma un taxi, un Peugeot 504 (digamos) y se va al hotel. Porque así es él.
Buenos Aires, marzo de 2008. Esta vez no hay noticias sobre desembarcos inoperantes, pero Dylan sigue siendo el mismo en el escenario. Y qué importa si canta ¿mal?, si casi no mira al público, si no dice hola ni chau ni gracias, si casi no levanta los brazos, si no deja que la audiencia cante sola algunos estribillos clásicos, si no se pone la camiseta de la Selección ni le dedica una canción a Maradona. Qué importa si Dylan no hace ninguna de esas cosas que con tanta pasión espera el argentino promedio asistente a recitales sediento de estrellas internacionales habitualmente demagogas y complacientes. No importa nada más que su rotunda presencia, su elegancia, su voz rota, sus gestos de concentración, sus oídos estrictamente sujetos al sonido que emana de su impecable banda, esa vanidad que lo enaltece cuando deforma sus propias canciones porque son grandiosas y son suyas. Importa Dylan, y punto.
No hay parafernalia estridente, a no ser por una buena iluminación y la voz en off de un presentador al inicio. La parafernalia es Dylan y su banda. Sin preludios, arranca con Rainy Day Women, y la gente que no entiende muy bien qué está pasando. Sin pausas, como sucederá a lo largo de todo el recital, literalmente, procede con un golpe a los sentidos: Lay, Lady, Lay, en una versión que difiere en casi todo a su original, y que el cantante balbucea pero tampoco es esto lo importante. Ya está claro, a esta altura, que Dylan merece otro nivel de análisis, muchísimo más amplio que aquello incluido a la típica reseña periodística. Esa es mi dificultad, en este momento, mientras escribo.
Para la cuarta canción, Dylan suelta la guitarra y se para frente a los teclados, donde va a quedarse hasta el final. Es el único cambio escénico, y es casi imperceptible. Masters Of War suena desde el horror antibélico, desde un abismo negro donde algunas canciones siguen siendo las mismas porque hablan de aquello que nos sigue matando. Más tarde, Things Have Changed suena diferente a cuando ganó el Oscar como banda sonora por Wonder Boys pero galopa al ritmo de significaciones profundas, y temibles: Dylan nos cuenta que ya no tiene rabia, que ya no le importa nada de nada y que las cosas han cambiado irremediablemente. Esto es tan pero tan cierto.
Prolija y sutil, aunque con Dylan recitando porque en efecto ya casi no canta, viene a erizarnos la piel Just Like A Woman y se forma un ambiente de amaneceres antiguos y un pasado con aroma a cuerpo de mujer. Suena Honest With Me, más reciente, y por eso perfecta en su interpretación: dan ganas de fumarse un cigarrillo al borde de un acantilado y pensar en los viejos amores y en los años perdidos.
Pasan los minutos, se acerca el epílogo de dos horas sin respiro, y el cierre es un grito de guerra: Like A Rolling Stone. Grito, en lo literal, porque Dylan grita las estrofas, las llora, y porque estamos hablando de un himno (perdón por el lugar común) de toda una filosofía que no podría entrar en esta nota. Dylan viene a mostrarnos (al fin) la cara, y ahí están sus ojos tímidos y su sonrisa de niño introvertido, y parece que el viejo no sabe siquiera cómo reaccionar a los aplausos y exclamaciones argentas. Pero hay bises: los primeros acordes de All Along The Watchtower surgen de la nada con su contudencia de siempre, y se va la noche con una irreconocible Blowin´ In The Wind.
Quedaron fuera To Make You Feel My Love, promesa promocional de gacetilla, Knocking On Heaven´s Door, para elevar encendedores en el aire de Liniers, y la existencialista Not Dark Yet, un hit personal. Y Dylan desaparece sin hablar (a excepción de una escueta presentación que hace de su banda) y me termino de dar cuenta lo que me había estado pasando, esa sensación que no me entraba en el cuerpo: habíamos estado todo el tiempo en un bar, de paredes inciertas y al aire libre. Un bar, una noche, y Dylan haciendo covers de Dylan.